Por: Andrés Castañeda | IG: @diatopico
En el marco de unas jornadas académicas organizadas por la UNAM, hace ya algunos años, tuve la oportunidad de participar como ponente y la coincidencia me otorgó su don afortunado. Todo lo que fue ocurrió de acuerdo con lo esperado, siguiendo el compás ardoroso y ajustado que suelen conllevar las visitas cortas. Había habitado la CDMX un tiempo atrás, tenía en mente un par de espacios deseados y ganas de reencuentro. Sin embargo, no tenía planes claros para la noche, así que decidí aventurarme a una serie de presentaciones recomendadas por un colega en el Museo Universitario del Chopo. Museo que, en mi recuerdo, además de impresionante era un epicentro de buena conversación y distribución de cine, al cual asistía de forma recurrente para comprar películas a un sujeto amable —cuyo nombre no logro recordar— que solía quedarse siempre a la entrada del lugar. Esa noche fue la primera vez que vi a Santana.

Circuito electrónico interactivo, placas de cobre, carteles, composición sonora (2:00 loop)
No la conocía, no la conozco aún más allá de su sonido. Sin embargo, su presentación me resultó fascinante y me cautivó la relación del texto que pasaba en la pantalla, mientras el ruido avanzaba en los aparatos configurando el espacio. Compartimos un par de sonrisas de lejos y, tras un rato al final del evento, me marché.
Un par de años después, entrados ya de lleno en tiempos del corona, encontré el perfil del Museo de Arte de Zapopán y, de nuevo, en medio de la incertidumbre florecieron con dicha los reencuentros. Recientemente había leído un texto de Carmen Pardo Salgado y el museo iba a inaugurar una serie de lecturas en remoto con artistas en donde aparecía su nombre. La lectura inaugural, en este caso, corría por cuenta de Santana, moderada por Rodrigo Santoscoy. Fue un live estimulante y las formas del silencio avivaron la curiosidad en mí, así que decidí seguir más de cerca el trabajo de la artista.
Ana Paula Santana es una creadora experimental tapatía cuyas indagaciones se encuentran vinculadas a la exploración del sonido y sus convergencias, diálogos y puntos de interacción con diversos formatos tales como la gráfica, la cerámica o las instalaciones entre otros. La construcción de atmósferas y la producción de elementos heterogéneos que logran significar desde el sonido son, sin duda, algunas de sus improntas como autora. Muestra de ello, entre otros, es el proyecto Resiliencia que le valió el reconocimiento Creadores de paz. Dicho proyecto consta de la utilización de seis vasijas de cerámica restauradas a través del kintsugi y que, valiéndose de unas bobinas y un circuito interactivo, emiten el sonido demarcado por la ruptura en el proceso de su acercamiento. Ruptura que, adicionalmente, parte de la experiencia de seis mujeres, víctimas y denunciantes de procesos de violación sexual. El concepto, de suyo, implica una serie tremenda de conceptos que se juegan de la mano del sonido: la vasija como matriz, como mujer; la ruptura como el quiebre ejercido en la violencia y, asimismo, como la agencia de reacción ante la misma por parte del sujeto violentado; las marcas de la reparación visible y la posibilidad de sanar, sin desconocer, sin olvidar. Es un trabajo tremendo, que consigue en su ejercicio significar desde las redes que se tejen en los diversos materiales. Un trabajo en donde la historia, la política, la subjetividad, el arte y la rebelión se aúnan en la muestra.
Durante este último año, como parte de su participación en el Bemis Center for Contemporary Arts en Nebraska, Santana ha continuado produciendo obra. Su sonido se mantiene en la avanzada, abriéndose paso y construyéndose como una artista muy interesante en el panorama de las artes experimentales latinoamericanas. Y, por ello, así como el azar puso su práctica en mi camino, quisiera hoy compartirla como una recomendación indispensable.
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