Reflexión: El ruido de los otros: “o te callas o te callo”

Un análisis desde la escucha en tiempos de crisis. S.O.S Perú

Imagen tomada durante la manifestación del 21 de enero del 2023 en la Puerta de Brandenburgo por parte del colectivo Fujimori Nunca Más, Berlín

Desde que, el 7 de diciembre, la vicepresidenta de turno Dina Boluarte asumió la Presidencia del Perú, estallaron manifestaciones en todo el país. Las demandas de la población exigían la disolución del Congreso, la dimisión de Boluarte, el inicio de un proceso constituyente y en ciertos grupos, la liberación del ex presidente Pedro Castillo. La presidenta respondió a las protestas con
brutal represión policial y militar. Las cifras recientes indican que el número de víctimas a sus 50 días de gobierno había sido mayor a 60, siendo 10 de ellas de 18 años o menos. La mayor parte de estas víctimas provenían de la zona sur y rural del país.


A vísperas de navidad de 2022, ciudadanos de Apurímac y Ayacucho grababan videos caseros desde sus ventanas, en los que se oyen fuertes disparos de bombas lacrimógenas, armas de fuego, ruidos de tanques de guerra, gritos e insultos. En las zonas acomodadas de Lima, el “paisaje sonoro” era distinto: melodías sobrepuestas de lucecitas navideñas, bocinas de tráfico, spots publicitarios y noticias de titulares alarmando “vandalismo” y “terrorismo”. No es novedad: Lima hace oídos sordos al resto del país, una sordera selectiva que es ya habitual y que obliga a que los protestantes se movilicen hacia la capital para tomar el único lugar que parece tener resonancia política y reafirmar su poder de enunciación como ciudadanos y ciudadanas. Desde ahí se dan los discursos, las proclamas oficiales, los decretos; en provincias impera el mero ruido o el apaciguante silencio, parecen asumir los políticos.

En sus mensajes a la nación apenas iniciada la crisis, Boluarte no se responsabilizaba por los muertos, decía no “comprender” las demandas populares y ante el “caos” apelaba al “diálogo”. El Premier Alberto Otárola, por su parte, amenazaba con endurecer la represión (“Aquí nadie se va a correr. No vamos a permitir que la asonada que pretenden hacer contra Lima se haga efectiva. Vamos a recuperar el orden interno en Puno, tengan la plena seguridad“, Otárola, 9 de enero, mensaje a la nación). Asimismo, la prensa y los sectores conservadores de la población condenaban el “barullo” molesto y desestabilizante de las protestas, que, al ser percibido como sonido indeterminado, desarticulado, al que no logran dar sentido, devenía mero ruido. Las demandas populares cobraban una presencia sonora que, para estos sectores de la población, desde su balcón de Lima, es caos y no palabras: ruido que no hace más que interrumpir, que “no comunica”. Así, la palabra del “otro” deja de tener sentido para quienes están habituados a que su escucha se dirija solo a quienes son movidos por los mismos afectos (afectos entretejidos con sus intereses y valores personales y de clase) y provienen de los mismos sectores sociales.

Vemos cómo, en las “propuestas” del gobierno ante la crisis, por un lado, se contrapone el discurso al caos (ruido) al proponer un “diálogo”, mientras que por el otro, se busca silenciar el caos con más ruido. El primer discurso, propio de funcionarios públicos y la academia, muy polite, que pretende que exista un campo de exposición de razones entre dos partes donde se pueda dia-logar, (discurrir a través de razones (logos) para ordenar el caos (lo indeterminado, lo irracional), formulándolo en argumentos claros y distintos). Sin embargo, este pedido no solo es una invocación ficcional hipócrita (ya que no hay siquiera instancias de diálogo propuestas por el gobierno), sino que es también una maniobra siniestra, pues, desde su lugar de enunciación (el poder) reafirma cómo la contraparte del diálogo (“los otros”) no son (ni han sido, históricamente hablando) considerados sujetos parlantes (es decir, lo mínimo indispensable para que se puede hablar de un diálogo y no de un monólogo). Bajo esta perspectiva, el prestarle oídos al “ruido” (las demandas de la población) confunde a los autoproclamados “poseedores de razón” y obstaculiza el discurso “bien articulado” de progreso, del neoliberalismo exprés en el que hemos sido socializados. Así, la contraparte del pretendido diálogo no es un sujeto de derechos, sino un objeto de explotación. Deshumanizados, “los otros” (el campesino, el trabajador) han sido continuamente vistos como contraparte negativa de “la política” (los poderes de facto), así como se ejerce, como “excedente poblacional” que obstaculiza el modelo de desarrollo neoliberal resguardado por la Constitución del 93 y los intereses que esta defiende.

¿Por qué nos tratan así?, cuestiona una mujer a un policía. – El suboficial responde: “Porque son perros, pues, conchatumare”.
Protestas en Cajamarca, 4 julio 2012
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El segundo discurso, la estrategia de Otárola de, ante el barullo, meter ruido de bala para callarlo a la fuerza, no hace más que perpetuar el feedback insoportable de una institucionalidad corrupta que resuena con el ethos de agresividad capitalina y el deseo de dominar por sobre los demás (tocar el claxon más fuerte, cerrar el paso con el carro, alzar la voz para imponer el punto de vista en una discusión). Y es que, cuando el hablar proviene de un lugar vetado, con una fuerte carga de trauma social, el tapaboca del terrorismo es la excusa perfecta para justificar incontables abusos de poder y un puro despliegue de matonería que busca acallar toda oposición a la fuerza. Oposición que no es un “enemigo que habla” para contraponerse a un estado de cosas, sino que, en su propia condición de alzar la voz y reclamar su agencia parlante, se rebela ante un régimen anclado el silencio (o silenciamiento) de los oprimidos (la población rural, pobre, racializada). No hay criterios morales que puedan competir con el imperativo de hacer silencio, lanzado a alaridos por parte del gobierno –haciendo eco aquí a los clásicos gritos de “¡cállate!” o “¡silencio!” que, de forma contraproducente, niegan todo silencio–, manotazos de ahogado de quien no quiere escuchar. Cuando esta actitud silenciadora es legitimada por el psicosocial del terrorismo (que el Estado construye como narrativa oficial), la respuesta que el gobierno plantea es: “temerles y callarles la boca”.

“Métele bala, weon” – Joven a los policías formados en cadena mientras una mujer campesina protestaba por sus derechos en una manifestación en Lima, 1 de febrero.

Los discursos que vienen del poder, en su ánimo de imponer el diálogo o el fusil (siendo el primero, en este caso, la pantalla del segundo), no leen los sentidos tras las palabras. De esta forma, ignoran las demandas profundas que tejen históricamente la dimensión silenciosa de los afectos y sentidos que nos constituyen como seres humanos y animales políticos. Estos hilos son la fibra de nuestra historia y son aquellos que nutren nuestras formas de sentir, percibir, decir presente. Sostienen nuestras palabras y hacen la expresión y el diálogo posible, se validan en sentires y experiencias colectivas que han sufrido las mismas formas de explotación y resuenan como convicciones comunes de quienes alzan su voz.

El silencio profundo que sostiene el diálogo es, como diría el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty, aquello que asumimos como dado. Pero si dejamos de oirlo porque es el ruido de la cotidianidad y nos “habituamos” a él, ¿cómo podríamos tematizarlo para dialogar sobre ello? Como decía Ludgiw Wittgenstein, sobre lo que no se puede hablar ¿es mejor callar?
A veces, solo podemos gritar.

“Es evidente que estamos asistiendo a la expresión ciudadana del hartazgo y la indignación del hoy y del ayer. Esta no era la primera lucha de David, quien como millones de niñas, niños y adolescentes junto a sus familias enfrentan las carencias económicas, la discriminación, el racismo, el abandono del Estado peruano, que suscribe todos los instrumentos de derechos humanos y no por ello sus vidas son mejores. Hoy se terruquea y estigmatiza a los manifestantes, no se les reconoce como ciudadanos cabales en sus decisiones, no se les comprende en sus realidades y contextos históricos y con ello se pretende deslegitimar sus luchas, más aún cuando se trata de niñas, niños y adolescentes – Rosa Mendoza Zapata, profesora de David Atequipa, de 15 años, asesinado el 11 de diciembre en las protestas en Apurímac.

Las fibras del clamor popular son demandas de reconocimiento y participación política históricamente acallada a la fuerza por una estructura política donde unos hablan (ordenan) y otros callan (obedecen). Como se apreció en el registro audiovisual de la toma de la universidad de San Marcos:

Le dice la policía a Yolanda Enrique Vargas, tirada en el piso con las manos por la espalda, apuntando con el dedo: “¡Cállate! Te estoy diciendo que te calles”.

La ausencia de “disposición dialogante” de los y las protestantes es, a los ojos de las élites, mero salvajismo. Así, la respuesta ante el temor de perder sus privilegios es la animalización de quienes antes solamente ignoraban.

Desde su posición de poder no consideran dable que los trabajadores de la tierra tengan agencia política. En este imaginario, quienes alzan su voz: o son violentistas y vándalos, movidos por fuerzas “irracionales” o son manipulados por fuerzas externas (sea la figura de Evo Morales o de grupos terroristas y vinculados al narcotráfico). No cabe la opción de que estas personas salgan por sus propias convicciones, por su sentir colectivo, por su hartazgo y que sus demandas resuenen. Y en este sentido, no es que el pueblo recuse el diálogo, sino que la lucha popular no quiere dialogar con una institucionalidad que se ha erigido a sus espaldas y que ha negado su existencia política.

El que habla ciego de poder solo oye su propio discurso y todo lo que queda es caos. No escucha lo que está tras las palabras, sino es el silencio que remece telúricamente porque el campesino sigue siendo pobre, el trabajador sigue siendo excluido. El diálogo se requiere y se generará cuando existan sujetos parlantes dispuestos a oír y a hablar desde la colectividad. Ahí el ruido no será mecanismo de control, de imponerse sobre otros para silenciarlos, sino es un re-clamar lo que estaba en el silencio, sin formularlo bajo argumentos ni adornarlo desde la voz de un académico, es el ruido que ya estaba ahí, como sonido ignorado, como opresión colectiva silenciada continuamente y que irrumpe cantado, protestando, demandando y que, se alza en colectividad contra los disparos de quienes, afónicos de poder, “dialogan” con balas.

Los protestantes se autoorganizan, arengan en coro “somos campesinos, no somos terroristas”, “Dina asesina”, “…la misma porquería”. Sin embargo, estas consignas son un remix coyuntural de lo que parece ser un lema persistente; lema que, en la práctica, resuena más fuerte que el himno nacional y que, cual tema y variaciones, perdura. Cambiando nombres, agentes, marionetas, se van sucediendo síntomas de un problema estructural que roe el corazón de nuestra política y afecta nuestra manera de construir proyectos colectivos (o imaginar cómo estos pueden ser posibles). Aquí el problema no recae en llamar nombres, Dina, Otárola, los parlamentarios corruptos, los partidos, sino reconocer a) como sujeto a la clase política en su conjunto, los poderes de facto que rigen el país y b) como verbo, el proteger sus intereses manteniendo las desigualdades y con ello, el excluir a todo aquello que amenace este orden. Y este verbo es realmente un gerundio, una práctica continua y prolongada que se hipostasia en lo que entendemos como las maneras de ser/hacer de la “política nacional”. ¿Podemos confiar en que exista la posibilidad de imaginar (nótese la larga cadena verbal) una política distinta a como se ha venido dando en las últimas décadas? Una política que, en sus disonancias y cacofonías, contemple en el ruido popular, no un caos a acallar, sino la irrupción sonora de entre las grietas de una careta democrática de un silencio que siempre estuvo ahí. Que perciba el reclamar de la protesta no como amenaza a “la democracia”, sino como un clamar-nuevamente (re-clamar) del pueblo demos, reafirmándose como cuerpo(s) presente(s), en una bruma de gas, pero coreando fuerte… Venceremos, compas, porque nuestro ruido, como un remezón telúrico de bajas frecuencias, empieza a resquebrajar viejas estructuras, para transformar el grito de dolor de décadas en un canto de victoria que cuyo eco se proyecta como tarea a futuro, un futuro que, desde los márgenes de la escucha, estamos construyendo.

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